Acaba de hacerse púbico el informe de la CEOE Producción normativa 2017. Según el citado análisis, entre 1970 y 2017 se han aprobado en España un total de 41.883 normas de ámbito nacional, una media de 872 al año.
El año pasado fue un ejercicio con un número algo inferior de producción normativa, tan «sólo» se aprobaron 517 normas, las cuales han ocupado 223.043 páginas en el BOE. Además, las Comunidades Autónomas aprobaron en 2017, 253 normas con rango de ley, para lo cual fueron necesarias 731.525 páginas del BOE. Sumadas ambas -disposiciones de ámbito nacional y autonómico- tenemos que el año pasado se publicaron 954.568 páginas de nuevas regulaciones en el Reino de España.
Por si todo esto fuera poco, nos quedan las disposiciones de ámbito inferior a la Comunidad Autónoma: Diputaciones Provinciales, Ayuntamientos, Cabildos Insulares etcétera. Con sus ordenanzas, Planes Generales de Ordenación Urbana y demás normas. Las cuales aparecen dispersas en los diversos Boletines Oficiales correspondientes y cuyo estudio llevaría un titánico esfuerzo.
Pero aquí no acaba el maremágnum normativo pues hemos de añadir los actos legislativos adoptados por la Unión Europea que, en 2017, alcanzaron la cifra de 1.920 entre Reglamentos, Directivas y Decisiones. La legislación vigente en la Unión Europea asciende a la friolera de 46.147 normas.
Aun con esto, hay quienes sostienen que son precisas más regulaciones y que estamos inmersos en un sistema de neoliberalismo salvaje. Cuando lo cierto, y desde un punto de vista absolutamente objetivo, es que vivimos la época histórica en la que la actividad humana está más regulada y constreñida, salvando las excepciones -claro está- de los regímenes totalitarios, aunque entonces no eran tanto el número de leyes las que limitaban la acción humana, sino su prohibicionismo totalizador y la arbitrariedad alegal del Estado.
Si los regímenes totalitarios laminaban la libertad humana a través de las prohibiciones y el Gulag, en la actualidad se emplea el sibilino mecanismo de las regulaciones. Ya no se trata de prohibir de cuajo, sino de regular hasta en los aspectos más nimios la acción humana, de encorsetarla, maniatarla, asfixiarla. De esta manera, el mecanismo de restricción de libertades ya no aparece grosero y despótico, ahora se trata de encauzar la acción humana para hacerla compatible con los fines sociales predefinidos, de regular para -dicen- evitar excesos y abusos. Así, estas nuevas restricciones adquieren apariencia bondadosa y necesaria. En definitiva, son por nuestro bien.
Cada vez que emerge un nuevo sector o actividad aparecen enseguida quienes exigen regularlo. Todo ha de estar regulado, nada puede escapar a la lógica burocrática, ni al control estatal. Si surgen hábitos o empresas disruptivas en ámbitos anteriormente inexistentes y triunfan al ganarse la confianza del consumidor, no tardarán en surgir quienes pidan su regulación, meterlo en vereda. Sólo así logran domesticar la iniciativa humana, pero eso sí, al coste de reprimir la extraordinaria energía creadora del ser humano.
¿Se ha parado alguna vez a pensar cuántos empleos, cuánta riqueza y cuántas necesidades han dejado de satisfacerse por la asfixia normativa causada por decenas de miles de disposiciones? ¿Cuántos proyectos no han triunfado o no han sido no tan siquiera capaces de nacer por los absurdos impedimentos y encorsetamientos de una legislación abrumadora y caprichosa? Así que, si realmente queremos dinamizar la actividad económica y la vida social, se hace perentorio desmontar esta telaraña normativa que nos maniata y nos impide desplegar todo nuestro potencial.